lunes, 18 de agosto de 2008

Carreteras

Toda mi vida la recuerdo en carreteras. Siempre me fui, y no precisamente brincando por lugares interesantes del país como me gustaría, sino oscilando entre dos ciudades como un péndulo. Ir y venir. Primero sin saber, luego enojada, después triste, un tiempo feliz de estar de un lado para otro y ahora lo hago como rito, como una costumbre arraigada. Incluso se que en mi destino no está precisamente escrito quedarme sino saltar de nuevo. Aunque esta vez haya decidido no irme. Tal vez por eso mi personalidad es igual, cambiante, versátil, fácilmente adaptable. De alguna manera viajar implica adaptarse al clima, a la gente, a los caminos. Me gustan los caminos.
Viajar en carretera es mucho más lindo que viajar en avión. No desprecio los aviones, por el contrario, las pocas veces que tuve oportunidad de estar en uno, siempre fueron experiencias emocionantes por la novedad, los destinos, la gente. Cierto es que las nubes están mucho más cerca (asfixiantemente cerca diría yo), arriba el azul toma otros tonos pero en el avión nunca vi un verde tan lleno de vida como en las carreteras. Digo, aún somos seres terrestres. Me gustan más los paisajes a los que pertenezco. En cualquier momento podría bajarme, ser parte del entorno, cosa prácticamente imposible de hacer en un avión. (¡Ey mamá! ¡Tómame una foto con esa estrella, pero que salga encima de la nube!). Tal vez lo más encantador de un avión sean los aeropuertos llenos de historias, de misticismo. Mientras no podemos decir mucho de las centrales o de un estacionamiento público.
Los viajes terrestres tienen el encanto entonces que no ofrecen los encapsulados viajes aéreos ni los nauseabundos (de llenos de nauseas) viajes marítimos. Quienes vamos dentro del auto sabemos que en cualquier momento afuera alguien vive, alguien está o se puede parar el auto en el acotamiento para bajar a tomar un poco de aire y sentir el pasto, las plantas, la tierra (por favor no lo hagan en curva ni en puentes). Desde pequeña me gustaba imaginar cómo sería estar allá, justo del otro lado de la ventana. Luego del pensamiento se puede pasar fácilmente a la realidad con bajar el cristal. Además con tantos ecosistemas existentes en nuestro país cuando un@ hace un viaje en carretera siempre está la oportunidad de observar diferentes tonalidades en la tierra, nuevas formas en las montañas, vegetación variada e incluso si se anda con suerte, hasta diversos animales lejos de los perros y los gatos citadinos.
La mejor manera de recorrer las carreteras indudablemente es en auto. Los autobuses tienen esa facha medio gris que no componen ni con sus películas ni con sus desodorantes empalagosos. El automóvil es mucho más personal porque generalmente l@s pasajeros se conocen o son cercanos, además se pueden elegir las rutas a transitar o establecer las reglas generales del viaje: quién maneja, hacia qué dirección, cuántas paradas se harán en casetas, bajar a comprar frituras, chocolates, refrescos o el solicitadísimo baño.
Sabemos que llegamos al destino porque el automóvil debe disminuir la marcha para entrar en la circulación cotidiana de las ciudades. Para entrar en la masa de que siguen un mismo ritmo marcado por semáforos, por señales, por peatones. Las ciudades rutinarias, monótonas, esclavizadas definitivamente no son tan divertidas como las carreteras.

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